Una lluvia lejana
¿Os habéis preguntado alguna vez qué ocurre con todos esos poemas escritos por ese tipo de gente que no deja que nadie los lea?
Quizás son demasiado privados y personales.
Quizás no son lo bastante buenos.
Quizás la perspectiva de que la expresión más sincera pueda llegar a verse como algo torpe, frívolo, trillado, sentimental, pretencioso, almibarado, poco original, tonto, aburrido, recargado, confuso, absurdo o simplemente lamentable es suficiente para que cualquier aspirante a poeta decida ocultar su obra para siempre.
Naturalmente, muchos poemas terminan destruidos inmediatamente, quemados, hecho trizas, arrojados al váter.
Alguna que otra vez han acabado doblados bajo algún mueble inestable, para evitar que cojee (o sea que de hecho han acabado siendo bastante útiles).
Otros encuentran su escondite detrás de uno ladrillo suelto de una tubería. O acaban herméticamente encerrados tras la tapa de un viejo despertador. O entre las páginas de un libro recóndito que seguramente nadie llegará a abrir jamás.
Puede que alguien llegue a encontrarlos algún día, pero también puede que no. La verdad es que la poesía que nadie ha leído estará casi siempre condenada a acabar en un vasto río invisible de residuos que sale de la periferia. Bueno, casi siempre…
En raras ocasiones, algunos fragmentos escritos especialmente insistentes escaparán por un patio trasero o por un callejón, saldrán volando por el terraplén que bordea la carretera y finalmente irán a parar al aparcamiento del centro comercial, como muchas otras cosas.
Y es aquí donde sucede algo realmente extraordinario: el viento se lleva dos o más fragmentos de poesía y los une mediante una extraña fuerza de atracción desconocida para la ciencia. Y a poco a poco van quedando pegados y forman una diminuta bola.
Sin necesidad de hacer nada más, esa bola se va volviendo cada vez más grande y redonda a medida que otros versos libres, confesiones, secretos, cavilaciones sueltas, deseos y cartas de amor no enviadas se van añadiendo poco a poco, uno a uno.
La bola recorre las calles como una planta rodadora durante meses incluso años.
Si sale sólo de noche, puede que sobreviva al tráfico y a la curiosidad de los niños, y mediante un lento movimiento rotatorio también evita a los caracoles (su depredador principal).
Cuando adquiere un cierto tamaño, se refugia instintivamente cuando hace mal tiempo, sin que nadie se dé cuenta.
Pero de contrario deambula por las calles buscando ciegamente otros retazos de reflexiones y sentimientos olvidados.
Sin necesidad de hacer nada, crece hasta hacerse grande, inmensa, ¡ENORME!
Una tremenda acumulación de trozos de papel que finalmente se eleva por el aire, consigue levitar gracias a la pureza de tanta emoción contenida.
Flota levemente por encima de los tejados de las casas de la periferia cuando todo el mundo duerme, e inspira el aullido de los perros solitarios en medio de la noche.
Shaun Tan
Cuentos de la periferia
Arcos de la Frontera, Barbara Fiore Editora, 2008
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