El murciélago, colgado de la rama por los pies, vio que un guerrero kayapó se inclinaba sobre el manantial.
Quiso ser su amigo.
Se dejó caer sobre el guerrero y lo abrazó. Como no conocía el idioma de los kayapó, le habló con las manos. Las caricias del murciélago arrancaron al hombre la primera carcajada. Cuanto más se reía, más débil se sentía. Tanto se rió, que al fin perdió todas sus fuerzas y cayó desmayado.
Cuando se supo en la aldea, hubo furia. Los guerreros quemaron un montón de hojas secas en la gruta de los murciélagos y cerraron la entrada.
Después, discutieron. Los guerreros resolvieron que la risa fuera usada solamente por las mujeres y los niños.
(Eduardo Galeano, Mitos de Memorias de Fuego. Ilustración de Elisa Arguilé)
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